Entrevista al Padre Manuel Peña, 47 años de sacerdocio – Testimonio de vida y vocación
- Comunicación Arquidiócesis San José

- 18 sept
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1. ¿Quién es el Padre Peña? ¿Por qué todo evangelizador tiene historia de salvación?
Soy el cuarto hijo de una familia de ocho hermanos. Mi padre, Octavio Peña Morales, era un nicaragüense mecánico que vino a Costa Rica contratado para la construcción de la carretera internacional; mi madre, Aida González Orozco, fue maestra de kínder y de música. Crecimos en Cartago, rodeados de abuelos, tíos y primos; la parroquia del Carmen era el corazón de nuestra vida. Recuerdo a mi madre reuniéndonos para cantar villancicos en diciembre y a mi padre, con las manos engrasadas del taller, alzándonos a los pequeños sobre sus hombros. En esas escenas sencillas entendí que la fe se aprende en casa, en lo cotidiano.Por eso digo que mi historia de salvación empezó en el calor de la familia y en la vida parroquial que me enseñaron desde niño. “Yo y mi casa serviremos al Señor” (Jos 24,15).

2. Padre, cuando piensa en su niñez, ¿cuál es el primer recuerdo bonito que le viene al corazón?
El primer recuerdo que me viene es compartir con mis hermanos y primos, no solo en las fiestas religiosas sino en los juegos de cada día. Vivíamos con intensidad la Navidad, la Semana Santa, las fiestas patronales y las celebraciones escolares.Recuerdo aquellas tardes de diciembre armando el portal entre risas, mientras mi madre nos enseñaba a rezar frente al Niño Dios y mi padre contaba historias de su juventud en Nicaragua. Mi recuerdo más bonito, entonces, es la unión de la familia y la comunidad, que nos llevó a la fe y nos enseñó a descubrir a Dios entre nosotros. “Mirad qué bueno y agradable es que los hermanos vivan unidos” (Sal 133,1).
3. ¿Qué cosas le gustaban hacer de pequeño para divertirse o pasar el tiempo con sus amigos y hermanos?
Las cosas que me gustaban hacer de pequeño para divertirme y pasar el tiempo con mis amigos y hermanos dependían de la época. En invierno jugábamos juegos de mesa; en verano eran los juegos tradicionales: escondido, fútbol y carreras. Una de mis mayores alegrías era el tren de madera que mi abuelo había construido para nosotros: lo empujábamos por la calle como si fuera de verdad. También recuerdo los partidos en el potrero hasta que oscurecía y mi abuela nos llamaba a cenar. Hoy veo que esos juegos no eran solo entretenimiento: fueron escuela de fraternidad y alegría. “El corazón alegre es buena medicina” (Prov 17,22).
4. ¿Quién fue esa persona especial de su infancia que le dejó una huella en la fe y en la forma de ver la vida?
La persona especial de mi infancia que me dejó una huella en la fe fueron, en primer lugar, mis padres, que celebraban todas las fiestas religiosas y nos motivaban a participar en la Iglesia. También mi abuelita, que me llevaba de la mano a la Eucaristía; la maestra de religión, que con su serenidad iniciaba cada clase con una breve oración; y mi catequista, que nos acercaba al Sagrario.Entre los sacerdotes, el padre José Manuel Coto Picado me marcó al acompañarme como servidor del altar desde los ocho años hasta mi ordenación: me enseñó a amar el silencio de la sacristía tanto como la solemnidad del altar. Todos ellos sembraron en mí la semilla de la fe. “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Prov 22,6).
5. Si cerrara los ojos y regresara a un día normal de su niñez, ¿qué sonidos, olores o imágenes aparecerían?
Sentiría el calor de mi casa y la seguridad de los jardines con flores; el aroma del pan casero de mis tíos en la pulpería y la comida de mi mamá y mis tías. Escucharía el bullicio de la escuela, los desfiles cívicos, la música de las fiestas religiosas y la alegría de los juegos con mis primos.Revivo la sensación de correr descalzo por los patios después de la lluvia, con el olor fresco de la tierra mojada y el canto de los pájaros en los cafetales. Todo eso me enseñó a ver a Dios en lo pequeño y cotidiano. “El Señor se complace en su pueblo” (Sal 149,4).
6. ¿Cuáles fueron sus primeras experiencias como agente evangelizador?
Mis primeras experiencias como agente evangelizador comenzaron desde niño: en catequesis, cuando la maestra vio que me sabía las oraciones y me pidió ayudar a mis compañeros a repasarlas. Vivía con intensidad la Semana Santa, la Navidad y el mes de mayo.Recuerdo que, deseando estar más cerca de Jesús, pedí hacer la primera comunión aunque dijeran que era muy pequeño y no tenía ropa adecuada. En las reuniones, la catequista nos llevaba al Sagrario y nos hacía decir: “Jesús, nuestra vida es tuya”. Así inicié, anunciando a Dios en lo pequeño. “De la boca de los niños y de los que maman fundaste la fortaleza” (Sal 8,2).
7. ¿Cómo fue buscando responder a sus inquietudes vocacionales?
Fui respondiendo a mis inquietudes vocacionales a través de la religiosidad popular: hacer juntos el altar de la Purísima, el portal, el rezo del Niño; participar en misas de niños, en los primeros viernes y primeros sábados.El día de mi primera comunión prometí al Señor comulgar a diario durante un año. Como había que guardar tres horas de ayuno, me levantaba muy temprano para ir a misa antes de la escuela. Varias veces llegué tarde y un día la maestra me dijo: “Manuel, primero la escuela y después la misa”. Yo le respondí: “Primero la misa y después la escuela, porque voy a ser sacerdote”. Ella lo entendió y me permitió llegar un poco tarde.Esa fidelidad en lo pequeño me enseñó a responder con la vida. “El que es fiel en lo poco, también en lo mucho es fiel” (Lc 16,10).
8. ¿Qué sentimientos le acompañaban cuando empezó a pensar en ser sacerdote: alegría, miedo, dudas?
Me acompañaban sobre todo la alegría y el entusiasmo. Cada celebración —Navidad, Semana Santa, el mes de mayo, el Corazón de Jesús en junio, la Virgen de los Ángeles en agosto— era una catequesis viva.Me inspiraban San Martín de Porres y San Francisco de Asís: con ellos aprendí el gozo del servicio a los pobres. Claro que había dudas y miedos, pero predominaba la certeza de que Dios me llamaba.Por eso digo que mi sentimiento más profundo fue la alegría de entregarme al Señor. “Alégrense siempre en el Señor” (Flp 4,4).

9. ¿Cómo fue el momento en que tomó la decisión definitiva de seguir este camino?
La decisión definitiva llegó a los 12 años. En la escuela, cuando preguntaban qué queríamos ser, yo respondía sin dudar: “Quiero ser sacerdote”. Pedí a mis padres entrar al Seminario Menor; al inicio dudaron por la economía.En una misa en María Auxiliadora escucharon a los sacerdotes hablar de apoyar las vocaciones. Yo escribí a mi párroco una carta con lágrimas pidiéndole ayuda; gracias a una beca pude ingresar. Desde entonces colaboro con la pastoral vocacional porque sé, por experiencia, cuánto ayuda la generosidad de la Iglesia.Ese fue el paso decisivo: confiar en que Dios abriría las puertas. “El que comenzó en ustedes la buena obra, la llevará a término” (Flp 1,6).
10. Mirando hacia atrás, ¿qué palabra o imagen usaría para describir su vocación hoy?
La describo como familia espiritual. Mi padre me enseñó seguridad y confianza; mi madre me llevó a María como Madre que toma de la mano y conduce a Jesús.De niño me marcó la muerte de mi tío preferido (8 de abril de 1961). En medio del llanto pregunté por el sentido de la vida; mi mamá me dijo: “La gente nace, crece y muere, pero todos vamos al cielo. Pórtate bien y está con Jesús”. Entonces respondí: “Quiero ser bueno y estar con Jesús; quiero ser sacerdote”. Desde allí hice mía la jaculatoria: “Oh María, Madre mía: tómame, llévame y condúceme a Jesús”.Mi vocación es vivir y hacer vivir a otros en la familia de Dios. “Ya no son extranjeros ni forasteros, sino miembros de la familia de Dios” (Ef 2,19).

11. Durante su formación sacerdotal, ¿qué inquietudes recuerda que iban surgiendo de frente al anuncio del Evangelio?
Me inquietaba cómo anunciar mejor el Evangelio. Me enamoré de la Biblia: entendí que no se puede amar a quien no se conoce. Veía a cada personaje como amigo de Dios llamado y transformado para la misión.Ya ordenado, cumplí una promesa de familia: muchos primos que de niños me decían “cuando seas sacerdote nos confiesas”, pasaron uno a uno al confesionario. Confirmé que la evangelización empieza en casa y se desborda a la comunidad.Esa inquietud se convirtió en certeza de vida. “Ay de mí si no anuncio el Evangelio” (1 Cor 9,16).
12. Propiamente ya en su ministerio sacerdotal, ¿cómo fue viviendo la experiencia misionera? ¿Fue necesario siempre ejecutar acciones extraordinarias?
Viví la misión en lo ordinario: el año litúrgico, las fiestas de la comunidad, las obras de misericordia. Para mí, evangelizar es salir: visitar casas, mercados, hospitales, escuchar a la gente donde está.Siendo capellán de hospital, en oración le dije al Señor que el tiempo no me alcanzaba para tantos enfermos; sentí en el corazón esta luz: “Pon en tu camino a quienes quiero que atiendas”. Desde entonces, Él mismo me fue presentando los rostros.Aprendí que la misión no es hacer cosas extraordinarias, sino ser fiel cada día. “Vayan por todo el mundo y anuncien el Evangelio” (Mc 16,15).
13. ¿Cómo aprendió a descubrir o a conocer las necesidades de los hermanos?
Lo aprendí en casa. A cada hijo nos daban tareas según la edad: a mí me tocaban los mandados, cuidar el jardín y acompañar a mis abuelitos en sus necesidades. Mi mamá me pedía escoger un juguete para regalar a un niño pobre cada Navidad.Más tarde, colaborando en el asilo, pregunté a varios ancianos qué era lo más importante para ser feliz; me respondieron: “Estar con Dios”. Comprendí que la solidaridad nace de una mirada de fe.Así descubrí que las necesidades del prójimo son llamadas de Dios. “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber” (Mt 25,35).
14. ¿Cree usted que dialogar con las personas, la sociedad, la política, la cultura, la academia, es necesario para poder evangelizar?
Sí. Desde joven aprendí liderazgo, escucha y trabajo en equipo en la escuela, el colegio y el seminario. En el ministerio participé en mesas de diálogo con agricultores, estudiantes y comunidades.Recuerdo la lucha de Río Azul por el problema de la basura, donde la Iglesia fue espacio de encuentro; también procesos con agricultores de Cartago y proyectos interinstitucionales a nivel municipal. Para la creación de la Diócesis de Cartago coordiné con instituciones un análisis sociopolítico y económico que se presentó a la Conferencia Episcopal y a la Nunciatura.Evangelizar también es abrir espacios de encuentro para el bien común. “Estén siempre dispuestos a dar razón de su esperanza” (1 Pe 3,15).
15. Padre, después de tantos años de servicio, ¿qué es lo que más le llena de alegría al anunciar el Evangelio?
Me alegra ver que el sacerdote puede llegar donde otros no: el médico atiende el cuerpo, el psicólogo las emociones, pero el sacerdote toca el alma, consuela, reconcilia y abre a la esperanza y la vida eterna.He acompañado a muchas personas en su viacrucis personal, y he visto cómo la Palabra y los sacramentos abren caminos de luz donde parecía no haber salida.Eso confirma cada día que vale la pena anunciar el Evangelio. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
16. ¿Qué aspectos de su ministerio siente que reflejan mejor el don o carisma que Dios le regaló?
El don que Dios me regaló es la cercanía. Monseñor Carlos Humberto Rodríguez me ordenó diácono el día de mi cumpleaños y me dijo: “A partir de hoy, celebre su entrega”. Lo tomé en serio.Mi mayor alegría es celebrar la Eucaristía: en el altar me lleno de Dios y bajo a servir a niños, jóvenes, pobres. Sobre todo, mi carisma se ha manifestado en la cercanía con los enfermos y agonizantes: escuchar, consolar y acompañar hasta el final. Allí el Evangelio se hace carne.Ese amor cercano y compasivo es el don que procuro vivir. “Estuve enfermo y me visitaron” (Mt 25,36).
17. Cuando se encuentra con personas alejadas de la fe, ¿qué es lo primero que busca transmitirles?
Primero busco escuchar su vida real. A los 65 años dejé de conducir y empecé a moverme en taxi o Uber; esos trayectos se volvieron pequeños retiros rodantes. Un conductor me dijo: “Padre, usted tiene algo especial”. Yo respondí: “Es el amor de Dios; hoy Él quiere escucharte”. Tras contarme sus luchas, terminamos orando en silencio antes de llegar. No era el viaje: era el encuentro.Para evangelizar a los alejados hay que empezar desde lo humano para que lo divino ilumine el corazón. “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).
18. ¿Hay alguna imagen del Evangelio o santo que inspire especialmente su manera de evangelizar hoy?
Me inspira la llamada de Jesús: “Serán pescadores de hombres” (Mt 4,19). De niño soñaba con ir a África, pero en oración entendí que mi misión era Costa Rica: aquí también hay mares donde lanzar las redes.El servicio en Obras Misionales Pontificias me llevó por muchas diócesis; de seminarista hice misiones especialmente en San Isidro. Desde pequeño viví el amor a la Palabra, a la Eucaristía, a María y a los santos: esa ha sido mi red.Esa certeza me da paz y dirección cada día.
19. Si tuviera que compartir con los agentes de evangelización, ¿cuál es la clave para mantener vivo el fuego misionero?
La clave es vivir el mandamiento del amor: amar a Dios con todo el corazón, la mente y las fuerzas, y al prójimo como a uno mismo. No se ama a quien no se conoce; por eso hay que conocer al Dios de la misericordia y dejarse llenar de Él.Solo así se puede salir cada día a servir sin esperar nada, con la mirada en Jesús, obediente y disponible a la voluntad del Padre.“Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9).
20. Padre, si pudiera dejar una última palabra de esperanza o de aliento a las nuevas generaciones de la Iglesia, ¿qué les diría desde su experiencia y su corazón de pastor?
Les diría: déjense restaurar por Jesús. Conozcan su propia historia, escriban su biografía y descubran cómo Dios ha intervenido en sus vidas. Así sabrán quiénes son, qué quieren y hacia dónde caminar.Recuerden que tenemos dos vidas: la humana, que es servicio; y la espiritual, que da sentido a la primera y nos conduce a la eternidad. Jesús nos enseñó: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Mt 20,28).Por eso, jóvenes, sueñen en grande, apunten al cielo y caminen siempre con Cristo, Camino, Verdad y Vida. No tengan miedo de seguirle: Él no defrauda. “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).




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