Por más que quisiéramos pensar de manera pesimista acerca de si la Iglesia debe o no misionar más o mejor, el bautizado debe tener claro el significado de esta palabra para que pueda, en definitiva, apropiarse de ella y considerarla como suya (de él/ella y de toda la Iglesia).
Misión es envío, acción de enviar, por lo tanto la misión no es, como creen algunos, solamente salir a las calles a predicar la Buena Nueva sino que esto es consecuencia del sentirse enviado. A partir de aquí nos encontramos entonces en el punto de partida que es, precisamente, el Bautismo que nos ha hecho hombres y mujeres tomados por Dios para un envío específico: hacer presencia de Cristo en medio de las realidades del mundo.
De este sacramento, entonces, se desprenderán los otros que ratifican el llamado constante del Señor a portar la vida evangélica y vivirla a plenitud con uno mismo y con los que nos rodean: en la Confirmación, en el Matrimonio, en el Orden; y a tomar fuerza en el camino a través de la Santa Eucaristía, la Reconciliación y la Unción, que nos habilitan la Gracia de Dios para no desfallecer en el camino.
Por eso, cuando podamos pensar que la Iglesia (yo soy parte de ella), tiene la tarea pendiente de misionar, no podemos, de nuevo, pensar que alguien debería hacer esto o aquello: si pienso que hay algo pendiente, debería pensar cuál es mi responsabilidad en lo que se está o no haciendo en este sentido.
Estamos, entonces, todos llamados a responder a ese envío que Dios nos ha hecho y tomarnos muy en serio el por qué el Señor quiere que Su Palabra sea llevada a todos los pueblos: precisamente porque Su Palabra es Cristo mismo con quien el hombre debe encontrarse para lograr la plenitud de su vida, el encuentro con el Amor, la comunión con sus hermanos y la convivencia con la creación.
De ahí que se hace necesaria y obligatoria la acción de misionar al darle el sentido de encuentro, de experiencia con el totalmente Otro, quien nos anima día a día a vivir una vida en plenitud, felicidad y paz (“no como la da el mundo…”).
La mayor limitante que encontramos en esta tarea de sentirnos enviados, somos nosotros mismos cuando nos creemos incapaces de llevar adelante el proyecto de Dios para con el mundo. Tal vez porque creemos que se requieren grandes capacidades de intelectualidad, de sabiduría o de “don de gentes”. Sin embargo, el Señor desea que rompamos esos esquemas al escoger precisamente a los “menos preparados” para llevar Su mensaje de amor a todos los hombres, ya que Él capacita a los escogidos y Su gracia, el Espíritu Santo, es quien hace de nosotros felices portadores de la maravillosa “carga” que ha puesto en nosotros para el bien de la humanidad.
Así que no podemos ni ser pesimistas ni sentirnos no preparados para este servicio: Jesucristo dijo que estará con nosotros hasta el fin de los tiempos y ello es una promesa que no ha dejado ni dejará de cumplir ya que Dios no se contradice.
Y no nos limitemos a las estructuras físicas sino, sobre todo, vayamos a sembrar la semilla del Reino en las estructuras existenciales del hombre; ahí donde la fe parece agotada o nula; ahí donde Dios se ha cambiado por uno o varios dioses; ahí donde el Amor ha sido rechazado e insultado. Si bien es cierto que dentro (ad intra) de las estructuras eclesiales aún hay mucha necesidad de ser misionada, afuera (ad extra) de las mismas hay un campo esperando a ser preparado para recibir el mensaje, no de manera impuesta sino propuesta, pero con firmeza.
¡Ánimo! Que el Señor con quien nos hemos encontrado nos dará lo necesario para cumplir con esto que nos manda y Él no va a poner una carga sobre nosotros que no nos ayude a llevar. Dejemos que Su Espíritu nos lleve por donde Él quiera para hacer de lo ordinario algo extraordinario. En definitiva: sentirme enviado significa sentirme amado; a partir de ahí, no queda otra alternativa más que ponernos en camino para anunciar lo que nosotros mismos hemos experimentado y, como los discípulos de Emaús, nos devolveremos corriendo a decir a otros lo que Dios ha hecho con nosotros.
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